La segunda batalla de Fallujah

La segunda batalla de Faluya

Avanzaban pegados a la pared, sin dejar de fijarse en todos los detalles. Les acompañaba la tensión de saber que podían estar en el punto de mira de alguno de los francotiradores enemigos que infestaban la ciudad iraquí. Se escuchaban tiroteos y explosiones allí donde la coalición se esforzaba por eliminar las bolsas de resistencia. En el grupo de marines todos mostraban ya los efectos de varios días de batalla. Uniformes sucios y rostros con evidentes signos de agotamiento. Algunos de sus compañeros habían sido heridos y se les había evacuado. Otros habían perdido la vida en Faluya. Devolver el golpe y tener la posibilidad de destruir a los insurgentes les daba ánimos.

Iban a tomar la azotea de un edificio con una altura destacada. Allí se podría luego situar un equipo de tiradores para que cubrieran a sus compañeros. Un fuerte golpe y la puerta metálica cedió. Los marines entraron rápidamente a través de ella. Las armas apuntaron hacia todos los rincones, listas para disparar, pero el lugar estaba completamente vacío. Había fusiles viejos abandonados, pero no parecía que hubiera nadie allí desde hacía al menos unos días. Cuando se dirigieron hacia las escaleras del bloque para acceder a los pisos superiores descubrieron que, como ya les había pasado en otras ocasiones, los insurgentes la habían tapiado, bloqueando el acceso a la azotea.

Decepcionados, los marines regresaron a la amplia sala de la planta baja para registrarla detenidamente. Los objetos que había en ella estaban bastante ordenados, aunque había algunos diseminados por el suelo. Un sargento, que estaba al mando del grupo, se acercó con cuidado a una de las ventanas y miró intentando no exponerse mucho. Sabía que podía ser una trampa y que los iraquíes estuvieran apuntando hacia allí.

Tras él, un soldado se fijó en un cesto tapado con un trapo. Se acercó hasta él y lo movió ligeramente con el pie. Se produjo entonces una fuerte explosión y el soldado cayó al suelo gritando. Dos de sus compañeros, todavía aturdidos, reaccionaron enseguida y se acercaron a él. Había perdido el pie derecho y sangraba abundantemente, por lo que le hicieron un torniquete para cortar la hemorragia. La habitación se llenó de humo, cristales rotos y trozos de los muebles dañados, sumiéndolo todo en el caos en cuestión de segundos. El sargento contactó por radio para solicitar una evacuación sanitaria, pero todavía no había terminado de hablar cuando, desde un bloque de edificios del otro lado de la calle, armas ligeras comenzaron a disparar contra ellos a través de la ventana del salón.

Los proyectiles golpeaban con rabia y levantaban pequeñas nubes de polvo y fragmentos sólidos. Los soldados estadounidenses se protegieron y, asomando sólo sus armas, realizaron disparos de respuesta. Dos de los marines cogieron a su compañero herido y lo apartaron del centro del salón para que no pudiera ser alcanzado por las balas.

El tiroteo aumentó en intensidad y un artefacto explosivo chocó contra la pared de la casa, abriendo un amplio boquete en ella. Los cascotes golpearon a otro de los soldados que rodó por el suelo y se arrastró buscando cubrirse. Se llevó la mano a la muñeca derecha e hizo gestos de dolor. El golpe de un trozo de ladrillo se la había partido.

El sargento comprendió enseguida que estaban en una ratonera y que si no respondían de inmediato todos acabarían siendo víctimas del fuego enemigo. A gritos, dio varias órdenes sencillas. Tres de los marines dispararon contra los edificios del otro lado de la calle mientras él y otro hombre intentaban localizar el lugar del que procedían los disparos. El destello de un lanzagranadas les dio la ubicación exacta, con la suerte, además, de que el insurgente erró el disparo y la explosión se produjo en una de las plantas superiores.

Dirigiendo el fuego de sus hombres hacia el punto desde el que disparaban los iraquíes, consiguieron reducir la intensidad del castigo que estaban sufriendo. Sin embargo, un tercer marine resultó herido cuando un proyectil le atravesó limpiamente el brazo izquierdo. No parecía tener una herida de gravedad, pero era incapaz de seguir cargando su arma y además se encontraba muy aturdido y desorientado por el impacto.

Pese a lo comprometido de la situación, el sargento era optimista. Ya habían localizado a sus enemigos, lo cual iba a resultar decisivo. Contactó por radio una vez más, solicitando apoyo aéreo y reclamando otra vez la evacuación de los heridos. Luego ordenó a sus hombres que mantuvieran el fuego y resistieran hasta la llegada de la ayuda. Aunque el tiempo de espera se le hizo eterno, un par de helicópteros hicieron su aparición y lanzaron misiles contra el edificio desde el que atacaban los insurgentes, silenciando sus armas de forma instantánea. De nuevo la calma. Los marines respiraron aliviados y se ocuparon de ayudar a sus heridos para que fueran trasladados al hospital.

Luego, continuaron adelante, puesto que todavía quedaban muchos puntos de resistencia en la ciudad. Limpiar la zona de enemigos todavía iba a ser una tarea dura y debían estar preparados para asumir nuevas bajas entre sus filas.

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