Los ejércitos de Yahvé
Por Javier Yuste González
David (Bernini).
Yahvé, el dios de las doce tribus de Israel y del Antiguo Testamento, a vuela pluma, dista mucho de poder ser considerado como un ente supremo de paz; más bien al contrario: como deidad es aficionado al sufrimiento —tanto de los integrantes del pueblo que protege, insignificantes humanos escogidos de entre los despojos de la Creación y el Diluvio, como de terceros—, a la violencia, a los sacrificios y a la sangre, así como al aniquilamiento de los enemigos de aquellos que creen en él. No por ello estoy reprobando la rica cultura judía, su Fe y su base teológica, solo constatando un hecho objetivo contenido en las Sagradas Escrituras; uno más de los que bebe nuestra propia doctrina cristiana, que debería haberse apartado de una senda del fanatismo, tal y como preconiza el profeta Zacarías con respecto al Mesías que entraría en Jerusalén a lomos de una asna: pobre, pacífico y universal, que haría que desaparecieran los carros de guerra de Efraín y los caballos de Jerusalén, anunciando la paz a las naciones (9:9-10); mensaje que pronto se trocaría en algo muy diferente al convertirse en una religión de Estado.
Ciertamente, las tres religiones monoteístas, junto al zoroastrismo, el mitraísmo y los credos germánicos, adoptaron maquiavélicamente la guerra como un medio legitimado por la divinidad para alcanzar los fines místicos encomendados a sus fieles. Y, por lo que nos ocupa en el presente artículo, el Antiguo Testamento no traslada solo un discurso religioso, sino también uno político, con un papel determinante de la acción violenta a través de personajes con nombre propio como David, Sansón, Josué, Gedeón o Abner, como reyes, héroes, generales y capitanes de los ejércitos israelitas. Por ello, la parte de la Sagrada Biblia dedicada a ellos es considerada histórica, dividiéndose en dos vertientes muy pronunciadas respecto a la divinidad a la que sirven: la mosaica o primitiva, donde hace aparición un Yahvé iracundo y vengativo, como el Baal de Canaan (Dios de los escuadrones de Israel (Samuel 1, 17:45)), y la menos aguerrida, que recoge las experiencias míticas de los profetas y que hablan de una divinidad más apacible.
Baal.
Durante la narración de los hechos que se contienen en libro del Éxodo, Yahvé es denominado “varón de guerra” o “fuerte guerrero” (15:3), cuando lleva a la perdición a las huestes del faraón al volver las aguas del mar Rojo a su estado natural. De semejante suceso bíblico podemos extraer una constante: Yahvé protege al Pueblo Elegido en su huída de Egipto, naciendo una concepción de superioridad moral y militar de los israelitas sobre cualquier otro pueblo, por numeroso o poderoso que pueda ser en el campo de batalla (Deuteronomio, 2:1); el Dios de Israel es un escudo (Salmos, 3:3), pero que se torna quebradizo y traicionero cuando sus seguidores hacen algo mal a sus ojos, provocando derrotas humillantes y devastadoras (Jueces, 4 o Crónicas II, 13:13-18), que se contabilizaban en cientos de miles de bajas y de prisioneros, aún en sus guerras intestinas, como la que enfrentó a Abías de Judá contra Jeroboam de Jerusalén.
A través de la lectura de diferentes pasajes, podemos hacernos una idea de la composición de los ejércitos tribales y de su forma de proceder en la conquista y defensa de esa Tierra Prometida. Las huestes israelitas se nutrían de hombres sanos, capaces de empuñar armas (principalmente, lanza y escudo), con una edad mínima requerida de 20 años (Números, 1:3), que podemos entender como muy avanzada para la esperanza de vida de aquel entonces, pero que corresponde con el momento en el que estos efectivos pasaban a engrosar el censo del país (Éxodo, 30:14; censo que debemos identificar como de varones mayores de edad que han de realizar una especie de tributo económico al santuario).
Para el alistamiento se contabilizaban las casas paternas, entre las que se designaban jefes de millar y de centuria. Pero también se hacía uso de mercenarios e, incluso, los propios israelitas participaban en guerras como soldados de fortuna como en Crónicas 25, donde se relata la caída del rey Amasías al enojar a Yahvé tras aniquilar a los edomitas y adoptar sus dioses falsos (se menta que Amasías contrató 100.000 soldados israelitas por cien talentos de plata; cifras que no sabemos si son correctas o están desorbitadas a propósito como otras tantas que riegan generosamente las Escrituras).
Las armas con las que se dotaban estos israelitas de hacia el año 1000 a. de C. no distaba de lo común en la época. La infantería contaba con lanzas, espadas, arcos, hondas y escudos, algunos pocos escogidos hasta con yelmos y armaduras; la caballería tenía como arma principal el carro de guerra, como los del rey Jabín. En determinado momento, las riquezas del reino debían ser abundantes pues el ejército de Uzías llegó a contar con máquinas de asedio (Crónicas 26:15).
Rey Jabin.
Y estos ejércitos solo se convocaban para la guerra santa.
Guerra santa es un concepto común entre los pueblos de Oriente Medio que, en primera instancia, se sacraliza y justifica con la victoria de Israel a través de la intervención directa de Yahvé en el campo de batalla. Tal y como entienden algunos estudiosos, la guerra para los israelitas, como trance ineludible, tenía una vertiente puramente bélica de conquista, que pasó a ser profética tras la pérdida del modelo monárquico, lo cual se identificaba por el pueblo como lucha de liberación, siendo la victoria únicamente concebida como milagro divino.
La guerra santa no se entendía como algo bueno, aún necesario, sino como una impureza legal para la que se habían de realizar una serie de ritos y superar una serie de fases. Aunque ningún libro de la Biblia los llega a relacionar de modo exhaustivo ni cronológico, Julio Trebolle Barrera aventura el siguiente orden del que no está del todo seguro: la guerra se convocaba haciendo sonar las trompetas (Jueces, 6:34 y ss.) o mediante el envío a las tribus de partes de un animal descuartizado (Samuel I, 11:7). Reunida la milicia, ésta se consagraba ante Yahvé (se invocaba al dios de la guerra ante el Arca de la Alianza con una especie de revista (Josué 4:13)), se practicaban sacrificios (Samuel, 1:3 y 11) y se consultaba al oráculo(Jueces 5:11, 20:23-26; Josué 3:5). Si la respuesta del oráculo era positiva, la victoria estaba cantada, más que nada porque la deidad intervendría directamente en el curso del combate, que daría comienzo con un grito (Jueces 7:20). Tras la victoria venía el anatema o Jerem, así como el reparto del botín, disolviéndose a continuación el ejército (Jueces 20:8).
Esta forma de proceder era típica entre las culturas de la zona. De obligado cumplimiento resultaba el sacrificio de muerte y la consulta al oráculo, donde se observarían la luna y las estrellas, así como los días más propicios para entrar en liza.
La presencia divina entre las filas del ejército se aseguraba con el empleo de estandartes con su representación, o a través de las armas del designado como dirigente supremo del pueblo; así como con el acompañamiento de los sacerdotes, que portarían los objetos sagrados y las trompetas de cuerno de carnero.
El Mar Rojo se traga al ejército del faraón.
Si queremos entrar en más detalles, debemos analizar textos como el Deuteronomio, Números y Josué. El Deuteronomio es considerado como una especie de testamento de Moisés, que extiende el contenido de las tablas del monte Sinaí. Se divide en tres discursos, siendo el que nos debe interesar el segundo, donde se encuadra el llamado Código Deuteronómico, el núcleo que ha de regir civil y penalmente al pueblo de Israel. El capítulo 20 está dedicado a la guerra y a los combatientes, haciendo explicación de los preparativos previos a la batalla y del modo de conducirse moralmente en el conflicto.
Como no podía ser de otro modo, Moisés exhorta a los guerreros israelitas a ser puros; si no han hecho nada malo a los ojos de Yahvé no tienen nada que temer, aunque se enfrenten a un ejército mayor, pues la victoria será suya. La idea forma parte del discurso o arenga del sacerdote, que ha de dirigirse a los infantes de la siguiente forma: «¡Oye, Israel! Hoy mismo vais a dar la batalla contra vuestros enemigos. No desfallezca vuestro corazón. No temáis, no tembléis ni os asustéis ante ellos, pues Yahvé, vuestro Dios, va delante de vosotros para combatir con vosotros contra vuestros enemigos y daros la victoria».
A continuación los escribas se dirigían a los recién casados o a los que iban a pasar por el sacramento (aquellos que fueran a estrenar casa nueva, etc.), a los que se les permitía abandonar su puesto para consumar el matrimonio o contraer nupcias y hacer lo propio ante el inminente peligro de muerte. Se hace mención a otros supuestos, pero parece darse a entender que es siempre lo mismo: yacer con la esposa y plantar la semilla de la descendencia en su vientre.
Suponemos que se les permitía marchar, pero no desentender de la guerra, solo de la batalla en concreto.
Tras este punto, se trataba de apartar de las huestes a los elementos más débiles, a aquellos que se veían superados por la tensión de la inmediata carnicería. Se les instaba a abandonar sus puestos para no contagiar el miedo a sus compañeros.
Una vez purificada el alma del ejército, se le devolvía el mando a los jefes de tropa.
Este capítulo 20 del Deuteronomio continúa estableciendo una política diplomática tendente a evitar en primera instancia el conflicto ante una ciudad que iba a ser sitiada si estamos hablando de aquellas pertenecientes a reinos distintos de los que se supone heredad del Pueblo Elegido. Se les debía ofrece la paz a cambio de vasallaje. Si los señores de la plaza rehusaban tan cortés proposición el ejército israelita, por Ley, debía asediarla hasta abrir sus puertas, tras lo cual se pasaría a cuchillo a todo varón adulto (aunque a veces se habla de prisioneros masculinos), comenzando por los reyes y jefes, pero se capturaría con vida a todas las mujeres y niños para hacerlos esclavos, y se haría botín de cuanta riqueza, rebaños y ganados hallaran, prendiendo luego fuego a las ciudades(ex. Números 31:9).
Jericó.
El botín se dividía, conforme a la Ley mosaica, del siguiente modo: tras el cómputo de prisioneros y bestias, una mitad se repartía entre los combatientes y la otra entre la comunidad. De la correspondiente a los guerreros, se entregaba al culto de Yahvé uno por quinientos de prisioneros, bueyes, asnos y ovejas; parecido destino tenía una cincuentava parte del botín destinado a la comunidad, que se entregaba a los levitas del templo (Números 31:25).
Si el caso se refería a ciudades situadas en la Tierra Prometida, como aquellas en poder de jeteos, amorreos, cananeos, etc., adoradores de otros dioses, éstas eran condenadas al anatema (Jerem). Es decir: se aniquilaría a la población, se mataría a sus animales y se borraría todo vestigio de su existencia («[…] no dejarás con vida nada de cuanto respira»), lo cual se entiende como una especie de rito de purificación y de sacrificio de sangre a Yahvé. En la crónica de la guerra de Saúl contra los amalecitas (Samuel I, 15:3), se da a entender que no puede haber piedad ni para ancianos ni niños, arrasándose con todo; e incumplir esta Ley se pagaba caro, pues se entendía como delito de idolatría.
Sin embargo, hay excepciones, como en Números 31:1-24, durante la guerra contra Madián, en la que Moisés permitió que los israelitas se quedaran con las vírgenes y los varones adultos, dándosele muerte al resto de seres humanos. Asimismo, todos los objetos recogidos en el campo de batalla se reunieron y fueroon purificados con fuego o agua.
Gedeón seleccionando su ejército de 300 hombres antes de combatír a los madianítas
El caso de anatema más conocido es el que sucedió a la toma de la ciudad de Jericó. Esta victoria es muy importante en el acervo histórico israelita por cuanto es la primera plaza conquistada en lo que se entendía como Tierra Prometida. Su caída se narra en Josué, 6:3 y ss., dando inicio con el rito de las siete vueltas a la ciudad:
3 Rodearéis, pues, la ciudad todos los hombres de guerra, yendo alrededor de la ciudad una vez; y esto haréis durante seis días. 4 Y siete sacerdotes llevarán siete trompetas de cuerno de carnero delante del arca; y al séptimo día daréis siete vueltas a la ciudad, y los sacerdotes tocarán las trompetas. 5 Y cuando toquen prolongadamente el cuerno de carnero, y cuando oigáis el sonido de la trompeta, todo el pueblo gritará a gran voz, y el muro de la ciudad caerá; entonces el pueblo subirá, cada uno derecho hacia delante.
En Jericó solo salva la vida la meretriz Rahab y su familia por haber dado cobijo a espías israelitas, siendo la totalidad de población exterminada y la ciudad arrasada hasta los cimientos, recogiendo, para su consagración, cuanto objeto de oro, plata, bronce y hierro hubiera en su interior.
Los ritos de purificación antes, durante y después de la guerra eran capitales para no afectar a la moral y al propio destino del ejército. Podrían llegar a contemplarse cuestiones de pura higiene personal, así, el campamento israelita debía cumplir una serie de requisitos de pureza para no ofender a Yahvé, quien se pasearía por sus calles para observar el proceder de sus fieles guerreros: para las necesidades de vientre cada soldado contaría con una estaca o paleta para cavar un hoyo fuera del recinto (Deuteronomio 23:9), y luego las cubriría; y en el caso de sufrir una polución nocturna, el aquejado debía abandonar el campamento por impuro.
En cuanto a cuestiones más prácticas, y volviendo al Deuteronomio 20, dicho capítulo cierra con una obviedad para el asedio, que es la prohibición de talar árboles que den fruto si el sitio iba a ser prolongado. Se exhortaba a alimentarse de los productos y a solo talar aquellos que no los dieran.
Las trompetas de Jericó.
Su siguiente capítulo, entre los versículos 10 y 14, cuenta con un apartado también interesante, como es el del matrimonio con prisioneras de guerra. El soldado era libre de contraer nupcias, siendo que la mujer obtenía el estatus legal de esposa a todos los efectos; aunque podía ser repudiada por el esposo, éste debía libertarla, teniendo terminantemente prohibido venderla o sacar provecho económico de ella.
Y hasta aquí podríamos llegar, pues el análisis de la belicosidad del pueblo israelita y de la de todos sus vecinos en la antigüedad es un trabajo arduo que necesita de esfuerzo, concentración y comparativa de textos históricos, antropológicos y teológicos. Aún así, este pequeño artículo puede permitirnos llegar a entender superficialmente un aspecto clave, pero velado, de un punto geográfico que siempre ha sido una olla a presión a punto de estallar, y cuyos actuales pobladores mantienen vivo ese espíritu de violencia divina.
Saludos.