La batalla de guadalete

Había llegado el momento decisivo del combate. En los corazones de los guardias del rey Rodrigo, el odio por la traición sufrida todavía servía como un fuego que les animaba a seguir combatiendo más allá de sus fuerzas. Pese a ello, todos estaban muy fatigados. Algunos se mantenían en pie a duras penas con terribles heridas en sus cuerpos y otros aprovechaban el pequeño descanso del combate para doblarse apoyados en el pomo de sus espadas, tratando de recuperar el aliento.

Varios sacerdotes recorrían las diezmadas filas visigodas pronunciando frases y atendiendo a los hombres que necesitaban un último apoyo divino antes de enfrentarse al final, puesto que resultaba evidente que no iban a lograr sobrevivir a la siguiente acometida de los musulmanes. Algunos miraban al cielo buscando una ayuda que no iba a llegar, mientras que otros sólo buscaban ya hacer el mayor daño posible a sus enemigos y vender cara su vida. Los había que, mentalmente agotados, estaban sentados junto al cadáver de un compañero, aguardando simplemente a que el golpe de gracia acabara con ellos de una vez.

El rey trataba de animar a sus hombres, pero él mismo estaba ya derrotado y el aura de victoria que le había rodeado al llegar al campo de batalla había desaparecido por completo. Por más que quisiera ocultar la situación, los fieles guerreros que seguían a su lado eran plenamente conscientes de la realidad. Muchos de los caballos estaban heridos o muertos y la mayoría de los guardias reales se habían visto obligados a combatir a pie. La ágil caballería invasora iba a ser capaz de golpearles donde quisiera, sin que ellos pudieran responder.

Allí estaban, preparándose para descargar su golpe definitivo. Gritaban jubilosos y agitaban sus armas. Los jinetes enemigos se estaban organizando, dando algo de tiempo a sus monturas, mientras que los infantes ya celebraban la victoria. Uno de los guardias reales sonrió ante lo que veía. Sí, iban a vencer, pero muchos de los que ya cantaban de alegría no llegarían vivos al momento de la celebración. Ellos iban a ser un hueso duro de roer.
Un oficial se adelantó unos pasos y, dirigiéndose a los suyos, les exhortó a defender al rey y a no permitir que los invasores consiguieran sus objetivos con facilidad. Fueron unas pocas palabras, tras las cuales el puñado de soldados que seguían en pie se dispusieron, con ánimo renovado, a afrontar el final de sus existencias.

Las espaldas volvieron a alzarse, las correas de los cascos se ajustaron una última vez y las armaduras volvieron a colocarse correctamente. Los musulmanes ya estaban lanzando su ataque. Empezaron a avanzar despacio, para no agotarse antes de salvar la distancia que separaba a ambos contingentes. Sin duda, su superioridad numérica era ahora abrumadora, lo que les daba una gran seguridad. Su avance era demoledor, nada podía frenarlos esa vez.
Los guardias del rey gritaron, expulsando del cuerpo toda la tensión que sentían e intentando animarse mutuamente. La muerte sería mejor recibida si estaban juntos. Al menos apoyándose unos a otros resultaría más sencillo sobrellevar el miedo.

Antes de que se dieran cuenta, los musulmanes estaban sobre ellos. Los jinetes ligeros se movían como fantasmas, golpeando y desapareciendo. Para cuando los visigodos reaccionaban, sus espadas sólo eran capaces de alcanzar las sombras de sus enemigos. Las saetas surcaban el cielo y derribaban sin cesar a los hombres del rey, que levantaban sus escudos en un vano intento de protegerse de tan letal lluvia.
En los escasos momentos en los que los jinetes daban una pequeña tregua y las flechas no inundaban el aire, los infantes enemigos se abalanzaban con fanatismo contra los extenuados guardias reales, que no tenían ni un segundo de descanso para poder reorganizarse.

Los visigodos, roto ya todo orden, combatían en medio de un caos absoluto, sin saber dónde estaban sus posiciones de partida ni dónde se encontraba el soberano, algo que sólo conocían los soldados que estaban más cerca de él.
Uno a uno, los guerreros fueron cayendo bajo las armas musulmanas. Como no podía ser de otra manera, llegado ese punto extremo del combate hizo su aparición el pánico, capaz de conquistar los corazones más fuertes. En un primer momento sólo unos pocos visigodos arrojaron sus armas y huyeron, pero en cuanto estos lo hicieron, muchos otros los siguieron. En pocos minutos, lo que quedaba del ejército huía del campo de batalla, dejando que sus enemigos remataran a los pocos que aún resistían.

La batalla se había perdido y el cadáver del rey nunca se encontraría. Pronto, el reino visigodo dejaría de existir.

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