Breve reseña a los detente bala
Por Javier Yuste González
En el instante mismo en el que el Hombre llegó a tener plena consciencia de su compleja existencia y de su inevitable mortalidad, de la fragilidad de su paso por este valle y del temor a lo que se alce más Allá, fue generando una mística en la que los ritos y los objetos simbólicos se hicieron consustanciales y necesarios para el día a día. Así nació la superstición, pero también la religión: el grito ahogado del ser solitario y adulto bajo la vasta bóveda celeste, que busca, sospecha, presiente o desea una madre o padre superior que le dé cobijo y consuelo. Todos hemos rezado, sobre todo cuando pintan bastos, y hemos realizado promesas; incluso llevamos colgados del cuello o escondidos en bolsillos dispares amuletos con los que invocamos a entes sobrenaturales para vencer nuestra inseguridad y miedos, al igual que hacían nuestros “abuelos” en las cavernas. Buscamos que algo invisible nos arrope y nos conserve en un entorno placentario.
Para los más crédulos, temor y reverencia hacia las divinidades, de adoración y de protección, pues algunos son benévolos y la mayoría crueles; para los más escépticos, formulas contra el indefectible azar de la enfermedad, la plaga y la guerra.
En la cultura cristiana (fuertemente influenciada por el credo egipcio; tanto o más que por el judío), el objeto de protección más típico es el escapulario, de los que la Iglesia Católica aprueba dieciocho, siendo los más conocidos el de Nuestra Señora del Carmen o de la Virgen Dolorosa. Dichos escapularios, en origen meros y reducidos delantales de trabajo, representan el yugo de Cristo (jugum Christi) y fueron asimilados para el uso religioso a partir del s. V d. C. como demostrativo de los votos asumidos por los religiosos y como herramienta de protección contra el Mal (no obstante, parece que su nombre procede de la palabra latina scutum - escudo -).
En fecha no concreta, los escapularios y otros objetos religiosos (cordones, medallitas, exvotos, etc.) pasaron a ser de uso entre la población cristiano, uniéndose al marasmo pagano y supersticioso (tanto grecoromano como celta; debiéndoselas ver tiempo después con los ritos africanos y precolombinos) que fue transformado por la liturgia católica con acierto y que todos portamos o cuelgan de alguna parte en nuestras casas, vehículos, puestos de trabajo, cuerpos (incluso tatuajes), etc. Pero no vamos a enfocar el artículo por esta senda, sino por otro objeto de pequeñas dimensiones que lleva acompañando a los soldados europeos desde el s. XVII, y que surgió en el seno de una congregación religiosa francesa con la misión de proteger a su portador; todo ello sin entrar en valoraciones que nos pueden llevar a rijosos debates y polémicas nihilistas que no nos incumben: el detente bala.
Según consta en una carta fechada en el año 1686, santa Margarita María Alacoque (Verosvres, 22 de julio de 1647-Paray-le-Monial, 17 de octubre de 1690) alcanzó por entonces la idea de portar un emblema de tela con el Sagrado Corazón de Jesús; no obstante, se debe a esta religiosa la imaginería del referido sacramento, envuelto en llamas de ardiente caridad, coronado de espinas, con una herida abierta de la que mana sangre y luz. Se dice que durante dos años experimentó revelaciones místicas o encuentros con Jesucristo, algo que le hizo ganar no pocos recelos entre los muros del convento; se le trasladó una encomienda y la palabra de que ella iba a ser útil para su orden, una mujer que se sentía desdichada y que era débil de salud desde niña por unas fiebres reumáticas.
Margarita María confiaba en la palabra del Señor dada en una de sus manifestaciones, por lo que plasmó su visión en un trozo de tela “protector”, a lo que seguiría la petición de fabricar placas de cobre, llamados détente, con la imagen del Sagrado Corazón para colgar en algún lugar de los hogares de los creyentes o poder llevarlas consigo mismos. La monja francesa, perteneciente a la Orden de la Visitación, se granjeó en vida acérrimos enemigos a su causa, pero también fervorosos defensores, como madres, hermanas, hijas, novias y esposas que popularizaron el emblema cosiéndolo a los uniformes de los varones de su familia que partían a la guerra; siendo que desde Francia, aunque por vía preferentemente carlista, llegarían a los pechos de los militares españoles.
Las historias relatadas por soldados que portaban la prenda y que salvaron la vida de forma que no podía explicarse de otra forma que milagrosa, corrieron como la pólvora por el Viejo Continente católico, siendo frecuente ver a estos hombres con el pequeño símbolo no reglamentario con la leyenda: “¡Detente! El Corazón de Jesús está conmigo. ¡Venga a nosotros Tu Reino!”.
Pero sin movernos aún del país galo, decir que el escudo de María Margarita se afianzó entre el pueblo y la nobleza al creer que intercedía durante las distintas plagas que asolaron sus campos y por encontrarse un Sagrado Corazón entre las pertenencias de la reina María Antonieta (empleado como prueba de cargo durante el juicio revolucionario al que se le sometió).
El portar emblemas religiosos o personales como medida de sugestión personal forma parte de la tradición militar desde siempre; como muestra de botón, y sin querer extendernos, me gustaría hacer eco de los setecientos cincuenta escapularios confeccionados por distintas damas y señoritas bilbaínas para los chapelgorris de División Vascongada de Tercios del general Carlos Latorre creada el 12 de noviembre de 1859 y encuadrada en el Ejército de África para participar en la guerra de Marruecos de 1859-60; considerados clavos ardientes para que, en el peor de los casos, los moribundos expirasen en la encomienda consagrando un último suspiro a sus madres, a Dios y a España (eran tiempos anteriores a Sabino Arana, obvio). Pero como ya hemos dicho antes, los detente, que acabaron siendo llamados detente bala, llegaron principalmente a España de los pechos de los requetés (aunque también se documenta una fuerte devoción entre los primeros integrantes del Tercio de Legionarios) y con la indulgencia de cien días firmada por el Papa Pío IX en 1872, que se aseguraba a quienes exhibieran dichos escapularios (luego el Vaticano rectificaría, afirmando que eran “escudos”, lo cual significaba que no precisaban de bendición o rito especial) y rezaran un Padre Nuestro, Ave María y Gloria al día: “Quiero que el demonio no tenga poder alguno sobre los que lleven este Corazón”.
Tercios vascongados en Wad-Ras, 1860.
Los detente bala se hicieron especialmente célebres durante la guerra civil de 1936-39 entre los soldados requetés navarros, motivo por el que eran objeto de constante mofa por facciones de extrema izquierda del Ejército republicano, sobre todo cuando encontraban en el campo de batalla caídos portando dicho scutum; era entonces cuando se les hundía la bayoneta o se les dedicaba alguna que otra bala al grito de “¡Detente! ¡Detente!” pues muchos portadores se creían realmente protegidos contra las balas, como si fueran una especie de inmortales temporales por el precio de dos pesetas, que era el importe por el que se comercializaba los detente bala en las zonas controladas por el bando nacional.
El portar algo que exteriorice la fe en un Credo o el recuerdo de sus seres queridos, sea cual sea su procedencia, forma o su valor monetario (pulseras, fotografías, cartas, etc.), es en muchas ocasiones el único calor que puede arrobarle el corazón a un soldado en la trinchera o en otros parajes hostiles. Y los detente bala aún los podemos encontrar dentro de las FAS, como los seiscientos que las monjas carmelitas descalzas de Toledo cosieron y entregaron al capellán del contingente español de la misión de cascos azules UNIFIL en Marjayoun (Líbano) a comienzos de este año 2017.
Saludos.