Ciudadanos americanos en el Tercio de Extranjeros español durante el año 1921
Por Javier Yuste González
La creación en 1920, mediante Real Decreto de 28 de enero, del conocido como Tercio de Extranjeros, a “imagen y semejanza” del ya por entonces veterano Cuerpo de la Legión extranjera francesa y como respuesta a la obstinación de, entre otros, el teniente coronel de Infantería José Millán Astray y Terreros, atrajeron las miradas de no pocos hombres como la luz a la polilla; de miles y miles de individuos que no tenían nada que perder pues, para ellos, los nacientes Roaring Twenties, incluso en la neutral España, eran fantasías que solo tenían cabida en los salones que frecuentarían Scott Fitzgerald y otros miembros de la Generación Perdida; que sufrían ese extraño mal del soldado acostumbrado a la violencia y que no encuentra su lugar en una sociedad en paz; desempleados e, incluso, indigentes en pos de fortuna o de acabar con todo de una vez.
Aunque en los panfletos se pudiera presentar la guerra en el protectorado de Marruecos como una aventura exótica y romántica, la Legión solo era una forma de huir de un entorno aterrador.
Los banderines de enganche, por medio de una campaña propagandística perfectamente organizada, ofrecían el ingreso a hombres considerados “fuertes y sanos” de edades comprendidas entre los 18 y los 40, tanto extranjeros como españoles, admitiéndose soldados peninsualres de todas las Armas y Cuerpos que no estuvieran sirviendo ya en África como voluntarios (solo podrían ingresar en el Tercio una vez cumplido el compromiso anterior), ofreciéndoseles, a cambio de cuatro años de servicio, unas primas de enganche de 700 pesetas para los nacionales y de 600 para los foráneos, con una soldada de 4,10 pesetas diarias y aumentos progresivos por años de servicio. Igualmente, y para los más vanidosos, vistosos uniformes y la oportunidad de cargarse de medallas, pero, bien es de recibo mencionarlo, “abundante alimentación”.
Ya para el último trimestre de 1920 se cuantificaban en más de 800 los voluntarios de distintas naciones, principalmente europeos y africanos, que serían la base para la repatriación de muchos soldados forzosos que estaban cumpliendo su tercer año en el Rif. Y resulta llamativo que muchos de los alistamientos se diesen incluso en fechas posteriores al tristemente célebre Desastre de Annual (22 de julio-9 de agosto), de público conocimiento en cualquier país medianamente industrializado y con intereses de política internacional, pues miles de hombres seguían apiñándose ante las puertas de los consulados españoles.
En réplica a la ceguera que era alimentada por la desesperación del voluntario medio, ciertas voces comenzaron a elevarse en Inglaterra y Francia criticando el escaso tino militar de los oficiales del rey Alfonso XIII, incapaces de adaptarse al terreno, obstinados en aplicar unas reglas de guerra que no concordaban con el enemigo al que se enfrentaban; así, se llegó a dar por sentado que España recurría a la creación del Tercio de Extranjeros para evitar seguir derrochando sangre joven y propia en aquella inacabable carnicería. Por ello, no sorprende que París llegara a prohibir a sus ciudadanos incorporarse a la Legión de Millán Astray y que Londres aconsejara “no caer en la trampa”, por lo que Madrid tuvo que enfocar sus esfuerzos por “encandilar” a candidatos del otro lado del Charco, a quienes vamos a dedicar nuestro tiempo y, en concreto, a los voluntarios norteamericanos, más que nada por las curiosas noticias que protagonizó el fugaz paso de muchos de ellos por el Tercio de Extranjeros, llegando a obtener el licenciamiento a finales de 1921 por “incumplimiento manifiesto” del Gobierno español.
Cuando la noticia del llamamiento a incorporarse al Tercio de Extranjeros traspasó la frontera acuática del Atlántico, requiriéndose hombres para combatir a los moros, los consulados españoles se vieron desbordados por las peticiones, no faltándoles el trabajo rellenando y procesando solicitudes, firmadas principalmente por hombres originarios de países hispanohablantes, pero también por estadounidenses y canadienses, siendo muy concurridas las salas y despachos de las delegaciones de Nueva Orleáns y Nueva York (resaltar que los consulados tan solo se preocupaban del análisis preliminar del sujeto y, si era “apto”, se le expedía un visado).
La posguerra en los Estados Unidos no permitía muchas felicidades, a pesar de no haber sentido la dentellada de la Parca como en Europa. Aunque el país pasó de ser deudor a acreedor de medio mundo, una buena parte de la sociedad activa se encontraba sin empleo y sin posibilidades prosperar, por lo que el ofrecimiento de la Spanish Legion resultó ser excesivamente atractivo, incluso para muchos que confiaban en que las secuelas que les había causado su participación en la Gran Guerra no fueran tomadas en cuenta por los sanitarios españoles. Washington mostró su inquietud ante el elevado número de ciudadanos estadounidenses que solicitaban el ingreso, tanto que circulaban noticias acerca de una posible limitación legal para integrarse en cuerpos armados extranjeros a semejanza de la que se aprobó en Francia. Debió escucharse en torno al Capitolio un hondo suspiro de alivio cuando el 26 de agosto de 1921 se publicó la noticia que daba a conocer que desde Madrid se ordenaba suspender todo reclutamiento en los consulados repartidos por América, hasta nueva orden, ante la avalancha de solicitudes procedentes de países europeos.
Lo cierto es que tanto veterano de guerra, abandonado en las calles, corriendo a abrazar la causa española a 60 centavos el día (otras fuentes lo calculan en 90) y unas buenas peters de enganche, resultaba ser un duro puñetazo en el estómago para la Administración republicana del presidente Harding, ocupante de turno de la Casa Blanca. La falta de interés gubernamental por esos hombres y su bienestar tras su paso por los campos de Francia cargó las plumas de no pocos reporteros y columnistas de opinión, aunque aquellos olvidadizos políticos yanquis no estaban solos en aquel trance, pues, como ya se apuntó, también en el Reino Unido no faltaban los aspirantes a la Legión, todos ex – tommies y en iguales o peores condiciones económicas y de salud que sus primos americanos, esperando poder embarcar en el transporte Almirante Lobo.
El 23 de agosto de 1921 zarpó hacia Vigo el vapor Italia con doscientos voluntarios abordo, casi todos norteamericanos, que recibirían instrucción básica en la ciudad gallega antes de dirigirse a Ceuta. Para el miércoles 14 de septiembre partirían de Nueva York otros doscientos sesenta hombres en el vapor Antonio López, todos ellos estadounidenses, canadienses y cubanos al mando del capitán Donald MacGreagor, de Canadá; y el jueves 22 haría lo propio el Cádiz, desde el puerto de Nueva Orleáns, con doscientos cincuenta y ocho voluntarios al mando del sargento W. J. Ball, de Canadá, entre los que había ciento cincuenta estadounidenses. Muchos norteamericanos, pero también cubanos, como los setecientos treinta y uno que desembarcaron el 3 de Octubre en La Coruña, bajo el mando del capitán Santiago Espino, y que fueron transbordados al vapor Marqués del Campo, con rumbo hacia Ceuta.
Todos venían contentos y cantando, pero bien pronto la felicidad se truncaría, cosa obvia si conocemos indiciariamente las condiciones en las que malvivían los soldados españoles en aquel odioso año de 1921. Si los nuestros eran hostigados sin descanso por un cruento enemigo que compraba baratísimos fusiles y munición Máuser gracias a la corruptela militar generalizada, eran provistos de mudas llenas de piojos y agraciados con aguadas escasas y una alimentación discutible; los extranjeros de la Legión sufrirían otro tanto de lo mismo. Durante el mismo octubre del referido año, varios rotativos franceses se hicieron eco de las declaraciones del ex legionario Barry Smith Davidson, natural de Boston, juzgado por motín, quien llegaría a exigir de Washington la reprobación del cónsul español de su ciudad por dirigir una campaña de reclutamiento “demasiado entusiasta”.
Davidson relataría sus peripecias desde que llegara a Cádiz, donde fue víctima de un clásico en el Ejército español de entre siglos: la estafa. De su sueldo diario de 4 pesetas y media, las primeras 4 tenía que entregarlas en concepto de comida y ropa (esta última, encima, sucia y que muchos se negaron a vestir); llegados a Ceuta, protestó ante el comandante de la plaza por la ridícula ración entregada para superar la travesía: una lata de sardinas y unas contadas galletas. Davidson acabó con sus huesos en el calabozo para que supiera a qué se estaba enfrentando, pero los oficiales españoles no sospechaban que el grupo del poco dócil Davidson se plantaría ante ellos alegando que ningún juramento u obediencia les vinculaba con el rey Alfonso XIII.
Tras tres días de privaciones, se les ofreció la posibilidad de abandonar el Tercio (pues no habían llegado a ser inscritos) y volver a sus hogares, aunque por su cuenta, algo que hizo que la temperatura subiese en determinados despachos.
En noviembre encontraríamos a otros ochenta y tres hombres que volvían un tanto desilusionados a América en el correo Montevideo, sintiéndose embaucados por el Gobierno español. Con un relato de hechos similar al narrado por Davidson, todas las declaraciones coincidían en que el Ejército les obligaba a costear sus uniformes, armamento, ranchos, lavandería y cuantos gastos básicos hubiera, lo cual llegaba a ser un equivalente a 60 centavos al día (recordemos la soldada diaria ofertada en el banderín de reclutamiento). Un tal George Dimond, de Brooklyn, declaró que la del Rif “era la guerra más divertida que podrías presenciar”, pues cada legionario se costeaba la munición y cuanto más luchaba más gastaba en balas que debía comprar y que, en caso de seguir así, pronto tendría una deuda inasumible con Madrid.
A la zaga fueron las denuncias por el trato brutal que los oficiales dispensaban a los voluntarios extranjeros (algo también común en la Legión extranjera francesa), aunque, bien es cierto, muchos de los reclutas, licenciados de la Gran Guerra con galones, no aceptaban de muy buen grado el acabar luchando bajo una bandera extraña como soldados rasos sin excepción.
La situación de los ciudadanos estadounidenses y británicos llegó a preocupar en demasía a sus respectivos gobiernos, principalmente por la cuestionable sanidad en cuarteles y hospitales. Incluso pusieron oídos y concedieron credibilidad a los rumores que aseguraban como fallido el proyecto del Tercio de Extranjeros y que no estaría lejana la decisión de Madrid de licenciar a todos los voluntarios (se estimaba que alrededor unos 9.000 efectivos), cosa que no llegó a suceder, pero el alto número de casos de motín y deserción resultaba perjudicial para la Legión, llegando al punto de que Millán Astray recibiera la orden de permitir a todo ciudadano de los Estados Unidos miembro del Tercio que fuera dado de baja del servicio y licenciado si así lo expresaba.
De lo que se puede extraer de los rotativos de aquellas fechas, al fin y al cabo, es una pésima publicidad a nivel internacional y “desde dentro” contra el Gobierno español en su intervención la guerra de Marruecos durante el año 1921, siendo el Ejército adjetivado como atrasado, sin medios ni organización y trufado por una oficialía sádica e inhábil.
Saludos.