Los altos de Seelow

Por Pablo Incausa

Era de noche. La artillería soviética estaba descargando una implacable tormenta de fuego y metralla sobre las posiciones enemigas. Cualquiera podría pensar que los alemanes estaban siendo totalmente pulverizados. Cerca, resguardado por una sencilla trinchera excavada a toda prisa, el capitán Antonov observaba aquel despliegue de poderío bélico mientras sostenía su pistola con mano temblorosa. Sus hombres le miraban con admiración, mientras esperaban a recibir sus instrucciones.

Antonov era un héroe de la Unión Soviética. Había sobrevivido a varios años de guerra en medio de una descomunal matanza. Incluso había salido sin un solo rasguño de las ruinas de la ciudad de Stalingrado. Eso le había valido el sobrenombre de 'El Inmortal'. Parecía estar protegido por un aura mágica que desviaba las balas y las bombas. Pero esta vez era diferente. Antonov, un hombre muy supersticioso, había soñado esa noche con su propia muerte. La había visto con claridad, desde los ojos de otra persona, como si fuera un espectador que ve una película. Así pues, estaba completamente convencido de que había llegado su hora. Ese día iba a morir.

Si normalmente las bajas soviéticas eran muy elevadas en todos los combates, al utilizar a los soldados como carne de cañón, ahora todo parecía indicar que iban a pasarlo incluso peor que en ocasiones anteriores. Se combatía en territorio alemán y se esperaba una resistencia fanática. Era la última línea defensiva antes de alcanzar Berlín. Eso no hacía más que reforzar las lúgubres ideas del capitán Antonov.

De pronto, el bombardeo artillero pareció ir reduciendo su intensidad paulatinamente y el silencio nocturno fue adueñándose del campo de batalla. Antonov sintió cómo su corazón se aceleraba. Hubo un segundo en el que todo se detuvo. Como si fuera una eternidad, el silencio y la oscuridad se apoderaron del campo de batalla en un instante que quedó congelado para siempre. Y, de pronto, como si se tratara de un milagro bíblico, se hizo de día. Decenas de potentes reflectores alumbraron el terreno. Antonov asomó la cabeza por encima del rudimentario parapeto. Nubes de polvo y humo reflejaban la luz y apenas se veia nada tras esa cortina. ¿Seguirían los alemanes en condiciones de combatir o habrían sido destrozados?

Suspiró y miró a sus hombres. Ellos tenían los ojos clavados en él, como si se tratara de una especie de santo. Tenían esperanzas de salir con vida de aquella batalla. Miró por última vez su reloj y, cuando se disponía a dar la orden de avanzar, escuchó los gritos de ¡hurra! Que gritaban los soldados soviéticos que ya estaban lanzándose al ataque en el campo de batalla. El combate había empezado. Con un gesto del brazo derecho hizo salir de la trinchera a sus subordinados mientras él mismo se disponía a marchar en cabeza.

En medio del humo, del polvo levantado por las explosiones y de los cráteres, parecían estar caminando por un planeta extraño. Si a ello se sumaba la luz artificial de los focos, las sombras y las siluetas de los soldados enmarcadas por esa claridad creada en medio de la noche, el paisaje parecía fantasmal, llenando de inquietud a todos los presentes. Los alemanes no disparaban. ¿Habrían obtenido en esta ocasión la victoria sin tener que volver a ser víctimas de una nueva masacre? Parecía demasiado fácil para creerlo. Poco después todas sus esperanzas se habían desvanecido.

Un disparo aislado procedente de las posiciones enemigas hizo que Antonov se detuviera. Segundos después, todo un infierno se desató sobre ellos. Las balas silbaban por todas partes y alrededor del capitán los soldados empezaron a caer. Los gritos de los heridos y moribundos se mezclaban con los de los supervivientes, que aceleraban el paso para alcanzar cuanto antes las posiciones enemigas y salir de aquel mortífero campo de tiro.

Jadeando, tropezando en los embudos creados por las explosiones, el capitán corrió hacia la que creía su muerte, dirigiéndose hacia unas trincheras alemanas que ya se veían con claridad en medio del humo. De ellas salían fogonazos que apuntaban directamente hacia él. Las ametralladoras barrían las filas soviéticas, pero el torrente de soldados era inagotable. Cuando Antonov llegó hasta las posiciones germanas, vació el cargador de su pistola en el pecho del primer alemán que encontró, liberando así parte de la rabia y la tensión acumuladas.

A su alrededor había un auténtico caos de combates cuerpo a cuerpo. Cualquier objeto era utilizado como arma, desde cascos hasta palas. Antonov estaba recargando su arma cuando recibió un fuerte golpe en la cabeza que le hizo caer al suelo. Mareado, como si de pronto la realidad fuera algo ajeno a él, se arrastró a gatas un par de metros y se puso en pie tambaleándose. Sintió la cálida sangre recorriendo su cara. Trató de lanzarse sobre su agresor, desesperado, pero otro golpe en el costado le hizo volver a caer.

Tumbado en el suelo boca arriba, rodeado por el caos pero casi sin percibirlo, como si se tratara de una película, vio acercarse a su agresor. Armado con una pala y con los ojos inyectados en sangre, mirándole con odio. Antonov supo entonces que su sueño, pese a ser diferente a lo que estaba ocurriendo, le había prevenido de que había llegado su hora. Tomó aire y se preparó. Luego, un fuerte golpe de pala en la cabeza acabó con él.

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