El submarino alemán

Permanecía en la torreta del submarino pese a la intensa lluvia que caía. Su gorra de oficial, de la que no se separaba nunca, estaba completamente empapada. Le gustaba sentir el aire en el rostro y esos breves instantes de soledad, rodeado únicamente por el mar infinito. El frío le hacía volver a sentirse vivo, le permitía respirar. Estaba harto del ambiente sobrecargado y tóxico del interior del submarino que comandaba. Allí dentro la temperatura era muy elevada y una mezcla de olor a sudor, aceite de motor, grasa, caucho y otros elementos, hacía que la sensación fuera extremadamente desagradable. Por eso necesitaba salir de vez en cuando. Cuando estaba en la torreta, solía pedir a sus subordinados que le concedieran unos instantes sin molestarle.

 

Volvió a alzar sus prismáticos. Las pequeñas gotas de agua que había en las lentes hacían que la visión fuera borrosa e incómoda, pero estaba seguro de que pronto conseguirían una buena presa. En ese momento, el segundo oficial de la nave apareció por la escotilla con gesto de desagrado al ver las pésimas condiciones meteorológicas. El capitán no le prestó atención, pero indicó con el dedo algo que se veía en el horizonte, en medio de aquella horrible mañana en el Atlántico. Allí, casi imperceptible, había una estela de humo que ascendía hacia el encapotado cielo. Un mercante, un objetivo a hundir.
Una serie de voces indicaron que el combate era inminente. Era evidente el nerviosismo reinante en la embarcación alemana y los marineros corrían de un lado a otro para ocupar sus puestos. En la torreta, impasible, el joven capitán seguía atento sin separar los ojos de sus prismáticos. El navío enemigo era británico y su tonelaje era importante. Iban a conseguir un buen triunfo en esa jornada. El esfuerzo merecía la pena.

Parecía que todo iba a ser fácil. El capitán asintió levemente al ver que los encargados del cañón ya estaban en su puesto, listos para disparar contra el mercante enemigo. Pese a todo, una creciente tensión se fue haciendo dueña de él, que no perdía detalle de todo lo que pasaba. La distancia se reducía más y más y los detalles del barco se fueron haciendo más nítidos. Había algo extraño. Mucho ajetreo en una de las zonas de la embarcación enemiga. Los marineros del mercante parecían estar atareados manejando un artilugio. Miró con más cuidado. Hizo un gesto brusco cuando descubrió que se trataba de un cañón, casi al tiempo en el que el arma escupía un chorro de fuego por su boca. Un instante después, un fuerte sonido se escuchó a su izquierda y un géiser se elevó en medio del océano.

¡Inmersión! - gritó el capitán a sus hombres.

Tras dar la orden, se introdujo en la nave y se situó junto al periscopio. El submarino fue desapareciendo bajo el agua a una velocidad demasiado lenta, exasperando a sus ocupantes, que pudieron sentir cómo otro proyectil caía muy cerca de ellos.

Se hizo el silencio absoluto en la nave alemana. En parte se debía al puño que apretaba con fuerza los corazones de todos los presentes, pero también a que sin ruidos era más difícil ser detectados. El capitán seguía atento a lo que sucedía en la superficie. A través del periscopio pudo ver cómo desde el mercante seguían disparando contra ellos, a pesar de que ya se habían sumergido por completo. Disparaban a ciegas.

Una vez más, maldijo la asfixiante atmósfera que reinaba en las tripas de la nave que comandaba. Gotas de sudor recorrían su cara, pero sobre su cabeza mantenía su gorra de oficial. Dio orden de cargar uno de los torpedos. Ahora sí, el barco enemigo, en el que parecía haber una confusión absoluta, maniobraba de forma caótica, seguramente tratando de escapar de un submarino que se había vuelto invisible. El capitán alemán sonrió, sabiendo que habían vuelto a tener éxito. Sus enemigos se habían precipitado y habían disparado desde muy lejos, errando el tiro y permitiéndoles sumergirse. Habían tenido suerte en esta ocasión. Ahora tenían que terminar el trabajo.

Uno de los marineros le confirmó que el primer torpedo estaba ya cargado. Asintió con un leve gesto sin separarse del visor. Esperó, con calma, el momento apropiado para disparar el arma. Quería tener plena certeza de que darían en el blanco. Ahí estaba, en medio de un mar embravecido, con una tempestad azotándolo, ese mercante británico que trataba de escapar desesperadamente. Alzó levemente su mano y la dejó suspendida unos segundos que parecieron eternos. Todos los ojos miraban esa mano, aguardando el gesto decisivo.

La mano descendió bruscamente y un instante después, un torpedo surcaba el Atlántico a gran velocidad para estallar brutalmente contra el mercante. A través del periscopio, el capitán pudo ver la explosión y las llamaradas que ascendían hacia el cielo. Siguió observando unos instantes, para cerciorarse de que el buque se iba a pique. Luego ordenó volver a salir a superficie, para dirigirse de inmediato a la torreta, lejos de una atmósfera que odiaba. Cerró los ojos y llenó sus pulmones del aire húmedo y gélido, para recrearse después en el espectáculo de ver cómo el barco enemigo era engullido por el océano.
Sonrió satisfecho. Era hora de regresar a puerto, pero lo harían llevando con ellos una nueva victoria.

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