Reseña a «El mercenario. Diario de un combatiente en la Guerra de España», de Nick Gillain (edición y notas de Eduardo Juárez Valero)
Por Javier Yuste González
INTERFOLIO
Series Leer y viajar clásico (25)
Primera edición. 2015
ISBN 978-84-940610-9-7
202 páginas
La lectura de «El mercenario» es altamente recomendable, pues es una visión humana, sin florituras; un libro compacto y nada pesado que sintetiza una alerta temprana frente al totalitarismo que se estaba imponiendo en Europa
Hasta la fecha, éste es el único libro que he leído que trate acerca de la espinosa temática de la guerra civil de 1936-39, esa contienda fratricida a la que nuestro país se vio abocada por la pugna de dos posturas enfrentadas que eran prácticamente lo mismo en el fondo: hijas de un turbulento tiempo de intolerancias y violencias desmedidas, de inquinas y brutalidades ideológicas; una nueva guerra de religiones librada entre creyentes e infieles, entre todos los que se creían saberse mejor que los demás y con derecho a imponerse. Dicho odioso enfrentamiento aún sigue corriendo por nuestras venas y ha sido encumbrado a los altares como uno de los pasatiempos favoritos de aquellos que no tienen cosas más constructivas en las que perder el tiempo o malgastar fuerzas.
Todos nosotros, en mayor o menor medida, estamos marcados por esos años que no hay que olvidar, pero que tampoco han de monopolizar y gravar nuestro presente, pues, de otro modo, la Historia solo serviría para bastardizar nuestro libre albedrío.
No tenemos nada en común con nuestros abuelos, más allá de formar parte de la misma especie, de ser meros vehículos de pasiones desenfrenadas. Por eso mismo no tenemos el más mínimo derecho a cuestionar las razones que les llevaron hacia un frente u otro. No somos nadie para imaginarnos con el suficiente discernimiento y sabiduría para ser jueces.
«El mercenario» es presentada como una obra atípica dentro de la bibliografía de la guerra civil 36-39 y de las autobiografías de combatientes de las Brigadas Internacionales. Es un compendio de impresiones y una visión de los hechos vividos por Nick Gillain, un hombre cuya verdadera identidad aún no ha sido descubierta. Tras ese seudónimo se encuentra un oficial (aunque a veces parece haber más de un protagonista en estas andanzas) sin inclinación política alguna, que resume su presencia entre las filas del Ejército republicano español de la misma manera que lo harían muchos antes que él: no era otra cosa que un aventurero.
No deja de sorprenderme que la profusión de datos que se cuelan entre estas memorias no hayan sido suficientes como para determinar el verdadero rostro de Gillain, y ahí es donde vuelve a mí la sospecha de que son varios oficiales y soldados brigadistas. Juárez Valero entiende que no solo oculta su nombre, sino hasta su procedencia, dando lo mismo las veces que Gillain repita que es originario de Bélgica (yo diría que era alsaciano). Como otros personajes históricos igual de oscuros, es un misterio de compleja resolución que no se resolverá en el gabinete ni consultando pliegos desde la comodidad de una biblioteca con calefacción.
Esta premisa puede lanzar a cualquier a los brazos de este libro, sin temor a quemarse los ojos.
Nick Gillain repasa su paso como teniente y capitán de la 14ª brigada de caballería. Por su forma de narrar es incuestionable que contaba con instrucción militar previa como oficial de carrera; tanto es así que no duda a la hora de dar su opinión sobre las tácticas y las razones que conllevaron a la derrota republicana, pues en el Ejército popular se daba una mayor importancia a la ideología y al politiqueo que a la estrategia y a la disciplina de cuartel, siendo que el celo excesivo solo se reservaba para el control ideológico de los soldados y la eliminación de cualquier elemento incómodo o contrario a las directrices de un gobierno demasiado apegado a la URSS estalinista. Llegado el momento, Gillain será objetivo de las chekas y tendrá que tomar las de Villadiego si quiere seguir respirando un día más, pues una pistola automática soviética apuntará a su nuca con insoportable insistencia.
El relato de Gillain es personal y dotado de una áspera ironía, cuando no de cinismo. Él es un desengañado; ha dejado de estar ciego ante la deslumbrante y teatral luminosidad del comunismo y, entre bambalinas, tropieza y pisa la podredumbre del régimen; la aureola de magnificencia y romanticismo de las Brigadas Internacional es pura fachada. Gillain, es cierto, no tiene una ideología definida y declara, no sin cierta arrogancia, que es un aventurero y un mercenario, como otros tantos. Gillain se sirvió de la guerra como medio de vida y entretenimiento, algo que parece irritarles la entrepierna a los de Interfolio, con Eduardo Juárez Valero a la cabeza de la edición y a las notas a la misma, si se me permite la vulgaridad. Está muy bien eso de que se corrijan con detalle las imprecisiones del texto original, pues el autor no comprende muy bien la situación política republicana española (y, ¿quién la entiende?), haciendo suya parte de la propaganda facciosa, o yerra a la hora de identificar algunos hechos y elementos intervinientes en tal o cual batalla. Los recuerdos son así de traicioneros y tienden a la exageración. Eso está muy bien, pero no el quitarle peso a la labor emprendida por el autor de desmitificación de la causa republicana o de las Brigadas Internacionales. Editorial y editor, a brazo, pierna y cuello partidos, quieren difuminar los desplantes de Gillain con perlas anotadas del estilo “otros brigadistas decían (o callaban) justo lo contrario”; ¡por Dios!, ¿es que en la guerra civil española “solo había buenos y malos” y “cómo va a ser cierto que las brigadas y otros cuerpos republicanos no fueran idealistas, maravillosos y defensores del orden democrático y civilizado?
Vamos, que no eran tan intachables como los pintaban… Por mucho que la fiebre de lo políticamente correcto emponzoñe toda nueva edición. Una cosa es usar la goma de borrar en las anotaciones y otra bien distinta es taparse los ojos porque es lo que toca y ser de izquierdas de púlpito está de moda.
Los de Interfolio se lanzan pétalos de rosa y, de seguido, bajan la cabeza con un «¡uys!» a destiempo. «Miradnos qué valientes, qué bravos somos al publicar este libro, un auténtico excomulgado de la bibliografía de la guerra civil». Pero se les ve el plumero de lo políticamente correcto. Lo que diga Gillain ha de ser tan solo una visión pintoresca acerca de una panda de borrachos oportunistas y pendencieros sin escrúpulos que se escudaban en ciertas ideas para hacer lo que les viniera en gana, incluso a la hora de repartir fusilamientos y tiros en la nuca por la retaguardia. «No hagan caso, señores, que no sabe lo que escribe y el comunismo “mola mogollón”» (sí, vamos, tanto como el fascismo…).
La narración de las desventuras de Gillain como oficial pasa por dos estadios bien diferenciados. La primera mitad es puramente cómica e hilarante, pues trata de los esfuerzos que ha de realizar para componer una unidad de caballería propiamente dicha y en cómo se convivía en su seno. Una de las escenas durante los prolegómenos a la entrada en Madrid de sus soldados y su posterior “desfile” da buena cuenta de lo que quiero decir y del ambiente en el que se movía Gillain y medio país.
La segunda parte es una tragicomedia. Si restamos el detalle de las cuatrocientas palomitas de las Juventudes comunistas de Madrid que huyeron despavoridas e indignadas de una de las fiestas de las Brigadas (¿a dónde iban las muy insensatas con el “hambre” que había?), la relación de Gillain con la bailarina Malu es el excelente retrato de un hombre atado a un compromiso que le impide regresar a la patria y olvidarse de toda aquella locura sin sentido. Malu parece la estereotipada mujer española, que danza y tiene los ojos azabache (eso sí, es rubia); pero es una mujer que sufre por su tierra, desgarrada en dos, siéndole indiferente el color que tenga cada una.
Durante los compases meridionales tan solo hay lugar para efímeros destellos en nuestros labios, como la batalla que sigue al Bolero de Ravel, pero el resto de capítulos nos lleva, junto con Gillian, a vivir días de tensión y cazas de brujas auspiciadas por el Servicio de Información y el secretariado político de las Brigadas. Tras convencerse de que su vida corre serio peligro y no porque nadie del bando nacional se la tenga jurada, más bien al contrario, ha de huir; quizá tome la determinación tras el episodio dedicado a los “niños espía”.
La lectura de «El mercenario» es altamente recomendable, pues es una visión humana, sin florituras, aunque sin ser objetiva (para algo es una autobiografía y bebe de su propia experiencia e impresiones), de nuestro más sangrante conflicto civil. Lástima que esos detalles de edición, «bienintencionados», pretendan lijar las bastedades de una guerra en la que había verdugos y víctimas en ambos lados del alambre de concertina.
Es un libro compacto y nada pesado que sintetiza una alerta temprana frente al totalitarismo que se estaba imponiendo en Europa, vistiera el uniforme con el que se vistiera. Una narración personal y anónima desde dentro, sin trabas más allá de aquellas que queramos poner.
Saludos.