El sitio de Antioquía

Llevaban frente a las imponentes murallas de Antioquía mucho más tiempo del que habían imaginado. Por alguna razón que ellos no comprendían, sus comandantes no daban la orden de asaltar la ciudad y el ejército cruzado permanecía inactivo en un desquiciante estado de espera. Pero no era el tedio el mayor problema de los soldados, sino el hambre. Un hambre feroz que arrasaba los campamentos de los sitiadores, cobrándose infinidad de víctimas y llevando a otros a situaciones tan repugnantes como la antropofagia.

 

Nadie había esperado que el sitio de Antioquía se prolongara por tanto tiempo, de modo que los víveres habían sido mal racionados y se habían consumido demasiado pronto. Ahora miles de hombres trataban de sobrevivir como podían. Los equipos de forrajeadores tenían que alejarse cada vez más para encontrar algo que llevarse a la boca y los escasos alimentos que llegaban a los campamentos alcanzaban unos precios desorbitados, sólo accesibles a los cruzados más pudientes, obligando al resto a padecer los estragos de la inanición.

Bernard era un soldado sencillo, sin capacidad económica suficiente como para tener acceso a una alimentación decente. Compartía su tienda de campaña con otros seis combatientes franceses, todos ellos en la misma precaria situación que él. Todos estaban muy débiles y dos de ellos, que apenas podían moverse, agonizaban rezando por sus vidas.

Con la determinación que da la más absoluta desesperación, los compañeros hablaron para decidir qué iban a hacer. Se propuso desertar, pero la idea fue pronto descartada al ser considerada casi una herejía, una traición a Dios. Desde luego, seguir cazando roedores y comer hierba y carroña no eran soluciones viables. Finalmente, por consenso, optaron por alejarse del campamento para buscar alimentos. Eran conscientes de que muchos otros grupos, más numerosos que ellos, ya habían esquilmado la zona, pero creyeron que todavía podrían conseguir algo. Además, no tenían muchas más opciones.

Así pues, dejando su equipo pesado en la tienda de campaña y cargando sólo con varios sacos y armas como espadas, lanzas y hachas, se alejaron del campamento en plena noche, dejando que la oscuridad cubriera la que podría ser considerada como una fuga. Dejaron a los más débiles en sus lechos, rezando para que siguieran con vida cuando ellos regresaran. Luego se escurrieron en las sombras nocturnas.

Pasaron horas caminando sin rumbo. También ellos estaban cansados y débiles. No habian probado bocado en tres días y todos los víveres con los que contaban ahora consistían en un pedazo de pan duro y rancio que deberían compartir entre los cinco. Por tanto, el tiempo iba en su contra y cada minuto les acercaba más al fracaso.

Como ya imaginaban, los campos y granjas de los alrededores de Antioquía habían sido saqueados a conciencia. No encontraron absolutamente nada. Tenían que seguir adelante, alejándose cada vez más y más.

Cuando despuntaba el alba, estaban tan fatigados que no se veían capaces de dar un paso más. ¿Qué podían hacer? Regresar a los campamentos que sitiaban Antioquía era casi una condena a muerte. Necesitaban alimentos urgentemente. Pero seguir adelante tampoco garantizaba nada. Surgieron graves discrepancias en el pequeño grupo, que se dividió. Dos de los soldados querían regresar, confiando en que otras fuerzas cristianas acabarían por enviar apoyo y víveres a los cruzados que sitiaban Antioquía. Bernard y sus otros dos compañeros no compartían esa idea y estaban seguros de que nadie, salvo Dios, iba a acudir a ayudarles. Si seguían teniendo fe, si superaban esos retos, encontrarían la forma de sobrevivir y podrían arrebatar Antioquía a los infieles.

Incapaces de hacer que se ablandara alguna de las dos posturas, el grupo se separó definitivamente y Bernard y los suyos retomaron su camino, en dirección a lo desconocido. El sol se alzó en el cielo y su brillo les cegó. Miraran en la dirección que miraran, cientos de soldados parecían haber pasado ya por allí cogiendo todo lo que se pudieran llevar a la boca. Cada vez más desanimados, estaban a punto de bajar los brazos cuando uno de ellos divisó en la lejanía una edificación que parecía encontrarse en buen estado.

Cruzaron sus miradas, llenas ahora de una esperanza de la que carecían unos minutos antes. Avanzaron con decisión para encontrar que en el edificio había toda una reserva de alimentos. Sacos de harina, panes y fruta, lo que para ellos fue todo un tesoro de proporciones inimaginables. Se lanzaron a comer sin tomar precauciones, tratando de aplacar el pinchazo que sentían en sus estómagos. Tan concentrados estaban en alimentarse que no se percataron de que allí, en medio de la gran sala había una hoguera todavía humeante. Los tres soldados cruzados continuaron metiendo alimentos en sus sacos de forma despreocupada, sin prestar atención a su alrededor.

Unos pasos se oyeron demasiado cerca y, ahora sí, Bernard alzó la vista. Horrorizado, contempló a un grupo de turcos que, perfectamente armados y equipados, iban entrando en la sala. Sus dos compañeros soltaron sus sacos y echaron mano de sus armas, pero ya era demasiado tarde. Los turcos se abalanzaron sobre ellos sin darles apenas tiempo a reaccionar. Bernard logró sacar su espada y ofrecer una breve resistencia. Gritando, golpeó con rabia el escudo de un enemigo, pero éste, en un veloz movimiento, le hundió la espada en el costado. Sin aire, Bernard cayó de rodillas al suelo. Un nuevo golpe terminó con su vida. Todo acabó en unos segundos. Luego, el silencio volvió a adueñarse de la habitación mientras trompetas de guerra sonaban en la ciudad de Antioquía.

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